El mundo de Silvina



¿Qué escribir sobre Silvina Ocampo que no haya sido escrito ya? Era poco convencional, una mujer extraña y caleidoscópica que tenía múltiples facetas; todos conocían a una Silvina diferente. Provenía de una clase alta que hoy en día parece fantasmagórica, que ya casi no existe, criada por niñeras y educada por institutrices en francés. Amante de la poesía macabra de Baudelaire, no le interesaban las reglas literarias ni el formalismo borgeano. Ella no necesitaba nada de eso, vivía en su propio mundo, enigmático.

Los cuentos de Silvina no eran, en esa época, lo que se esperaba de una mujer. O, tal vez, ni siquiera lo que se esperaba de cualquier escritor. Están habitados por "malas" madres, niños malditos y un hedor a muerte que se esconde en cada rincón. Estaba dispuesta a escarbar en las esquinas más oscuras de la naturaleza y de la psiquis humana, aquellos impulsos y pensamientos que solemos mantener bajo llave y que nunca admitiríamos en voz alta. Sin embargo, ella se zambullía por completo en esa oscuridad, sin pudor alguno, sin censurarse ante lo que se considerara mal visto. Es por eso que sus escritos perturban, porque sus protagonistas atormentados no son monstruos, son seres humanos que viven como nosotros, que son como nosotros.

Sus historias suelen ocurrir dentro de escenarios cotidianos, como las habitaciones de una casa, en reuniones familiares, pensiones, que se van deformando hasta culminar en situaciones deliciosamente perversas que corrompen esa cotidianidad, ahora transformada en desgracia. No se necesitan mansiones embrujadas en la punta de una colina, envueltas por la niebla y los murciélagos, iluminadas sólo por la luz de la luna, porque es en el día a día, en la normalidad que parece aburrida, donde se esconde realmente el terror. Un vecino, una araña, el amor por una mascota, una fiesta de cumpleaños, son arrancados de su contexto ordinario y convertidos en pesadillas.

Muchos de sus cuentos están escritos en tercera persona, como si ella fuera una observadora misteriosa, con la mirada oscurecida por sus lentes de sol, testigo de la violencia, que en lugar de gritar horrorizada, se sonríe y le encuentra cierto humor. Es justamente ese humor perverso e irreverente el que le agrega un toque especial y de un leve sadismo a los escritos de Silvina. Por ejemplo, en Las fotografías, publicado dentro de La furia en 1959, tras la muerte de una joven en su propia fiesta de cumpleaños, la narradora exclama: "¡Qué injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de Humberta!". En lugar de lamentarse de una forma convencional y políticamente correcta, la narradora le desea la muerte a otra de las invitadas, Humberta, a quien detesta. Son esos comentarios filosos y hasta casi con un aire de ironía los que adornan la obra de Silvina Ocampo y la potencian.

 

Los cuentos de Silvina subvierten las expectativas del lector, porque lo que se espera que sea bonito o dulce, como un niño, una mujer refinada o un vestido hecho a mano, termina transformándose en los deseos más crueles que uno pueda imaginar, en ocasiones expresados en actos atroces. En el cuento anteriormente mencionado Las fotografías, lo que en un principio parece una celebración, una reunión de personajes algo decadentes, rodeados de regalos y comida, se convierte en el retrato de una muerte anunciada, ignorada por los familiares de la joven difunta, que estaban ocupadísimos tratando de sacar las mejores fotos del evento. Ante la revelación final del cadáver, descansando en el calor agobiante del verano, nos damos cuenta de que, cuando de Silvina Ocampo se trata, nada es lo que parece.

La autora rompe con lo común, utilizando una forma poética y más abstracta de describir escenas. En Cielo de claraboyas, que forma parte de Viaje olvidado (1937), la narradora observa el suceso a través del vidrio nublado de una claraboya, lo cual hace que la historia esté contada de una manera singular, con frases y descripciones como:"Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. (...) La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios. (...) Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños". Como la narradora no logra ver lo que sucede de forma clara, completa lo que no está a su alcance con su imaginación, con lo que escucha y con las figuras espectrales que se mueven frente a sus ojos.

Cielo de claraboyas fue el primer cuento que leí de Silvina, y me dejó totalmente anonadada. La idea me pareció original, poner un obstáculo entre los hechos y la mirada del narrador; pero lo que realmente llamó mi atención fue el modo en el que estaba escrito, raro, casi como si la autora estuviera en un estado de trance mientras plasmaba sus ideas sobre el papel. ¿Quién era esta loca que escribía de semejante manera, como si no hubiera normas ni lectores a quienes complacer? Fue algo nuevo, salvaje y sangriento.

Los cuentos de Silvina Ocampo impactaron mi manera de experimentar con la escritura, mostrándome que, en realidad, no vale la pena limitarse por miedo a lo que los demás puedan pensar. Está permitido meterse en los rincones oscuros y jugar con esa oscuridad, trastornando lo bello y lo correcto, convirtiéndolo en algo que se salga del molde y tenga un estilo propio; nunca renunció a su esencia. Leerla tiene ese gustito a lo prohibido, a una felicidad clandestina del disfrute de lo terrible, de la desgracia ajena. O como Borges escribió una vez sobre la obra de su amiga Silvina: "Hay un rasgo que aún no he llegado a comprender: es un extraño amor por cierta crueldad inocente u oblicua" (1). Extraño es el mundo de Silvina, y nosotros, como lectores, al sumergirnos en sus páginas, nos perdemos en él.



Fuentes de las imágenes:

1: Letras libres

2: Infobae

3: Gata Flora


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