El género del terror como método para abordar problemáticas sociales


Para quienes no la conocen, Mariana Enríquez es una escritora argentina y una de las exponentes más populares del terror literario en la actualidad. Sus trabajos más reconocidos son dos libros de cuentos, Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego, una biografía sobre Silvina Ocampo titulada La hermana menor, y su última novela Nuestra parte de noche, ganadora del Premio Herralde de Novela. La marca más distintiva del estilo de Enríquez es una mezcla entre realismo crudo, cotidiano y elementos sobrenaturales, fantásticos o simplemente terroríficos. Una de mis lecturas de cuarentena fue la colección de relatos Las cosas que perdimos en el fuego, de la cual mis favoritos, entre otros, son el cuento homónimo y Bajo el agua negra. En ambos, la autora toma ciertas problemáticas sociales como la violencia de género, la desigualdad, la contaminación y la violencia institucional (abuso policial), y construye mediante ellas una narrativa perturbadora difícil de olvidar. Fue a partir de esta experiencia que me puse a pensar en cómo el género del terror, tanto en la literatura como en el cine, se ha convertido durante los últimos años en uno de los métodos favoritos de varios artistas a la hora de explorar la realidad en la que vivimos. 

En Las cosas que perdimos en el fuego, Enríquez imagina una sociedad para nada alejada de la actual, en la que las mujeres son atacadas constantemente por sus parejas o ex parejas, quemadas con alcohol, sobreviviendo con marcas y cicatrices, o siendo enterradas tras una corta estadía en algún hospital. A partir de esto, grupos cada vez más grandes de mujeres comienzan a organizarse entre sí para llevar a cabo "hogueras", quemándose a sí mismas, adentrándose entre llamas y saliendo con sus rostros y sus cuerpos transformados, para ser vistos por todo el mundo. "Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva". El fuego, previamente utilizado como arma machista, es ahora resignificado como una forma de resistencia y autonomía, una resistencia desfigurada, dolorosa, que no da más. "El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en camilla del departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el 70% del cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevivió una semana".

El segundo cuento, Bajo el agua negra, tiene como protagonista a una fiscal que está trabajando en una causa contra un grupo de policías, acusados de ser los responsables del ahogamiento seguido de muerte de dos pibes de la villa del Puente Moreno, a orillas del río Riachuelo, en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires. Acá Enríquez escribe desde cómo la policía obliga a chicos humildes a robar para ellos, hasta la extrema contaminación del Riachuelo y cómo afecta la salud de los que viven a su alrededor, con escasos recursos, prácticamente abandonados. "¿Cuántas veces un policía le negaba en su cara y frente a toda la evidencia, que había asesinado a un adolescente pobre?". Lo que eventualmente termina despertando bajo el agua negra, aceitosa, cancerosa, no es una criatura con escamas ni el monstruo del Lago Ness, sino más bien la podredumbre que se fue juntando durante décadas: deshechos tóxicos de fábricas, basura colectiva, la pobreza desigual en sus orillas, la brutalidad de aquellos que se supone deberían protegernos; la nada, la nada misma, con ganas de todo, un todo que jamás parece llegar.

Mariana Enríquez nos coloca, como lectores, en escenarios en los que tenemos que afrontar las consecuencias de los actos que, como sociedad, llevamos a cabo a diario. Ella nos invita a mirarnos al espejo y, luego, a echarle un vistazo a lo que nos espera detrás de nuestro reflejo, en las profundidades de los ríos venenosos y en las cicatrices de pieles quemadas y golpeadas; las aguas y las llamas que algún día nos engullirán. Nuestro propio apocalípsis. 

Probablemente la virtud principal del género del terror es que no tiene límites. En primer lugar, suele ser un género transgresor por naturaleza, que va más allá del buen gusto o lo agradable, y así permite explorar la violencia desde un punto de vista sin inhibiciones, desde el lugar de la fealdad. A través del terror, podemos adentrarnos en los rincones más oscuros de nuestras vidas, sin la necesidad de pedir disculpas o censurarse, ya que el lector (o el espectador, en el caso del cine) viene en busca de esa crudeza, de una forma de traducir la realidad en palabras que no se escapan de la crueldad. Es así cómo el terror se transforma en una de las maneras más útiles para analizar los miedos modernos y tratar de comprender los horrores que nos rodean y nos consumen. Además, cuando digo que el género no tiene límites, también me refiero a que, por ejemplo, si alguien escribe una historia y la ambienta en el mundo real, es posible que se vea limitado a desarrollar la narrativa según la lógica realista que conocemos, omitiendo elementos fantásticos, sobrenaturales o aparentemente imposibles. Pero al escoger el terror como el género para contar dicha historia, las posibilidades se expanden totalmente, como ocurre en Bajo el agua negra: Enríquez sitúa su relato en un mundo real, duramente real, pero aprovecha las oportunidades que le brinda su género predilecto para ir más allá, con un final que parece sugerir la existencia de algo más que humano. Es un género que ofrece un arsenal ilimitado de recursos. 

Una de las características que definen al terror bien hecho es la capacidad de inquietar, de meterse en el cuerpo del lector, de afectarlo y dejarlo pensando en eso por días. El terror deja marcas y llama la atención. Eso lo vuelve un medio eficiente para exponer problemáticas sociales que muchas veces resultaría más fácil ignorar, mirar hacia el costado. Es un género que obliga a afrontar y nos sirve para lidiar con lo que nos asusta, lo que nos desespera, con lo desconocido o lo incierto. Tan sólo basta con fijarse en el reciente aumento de ventas de libros sobre pandemias y escenarios apocalípticos, durante la crisis actual del Covid-19. Uno de los ejemplos más recientes y populares en el cine es Get Out (2017), escrita y dirigida por Jordan Peele, quien, inspirado en películas clásicas de terror como Rosemary’s Baby (1968), tomó ciertos elementos del género para abordar el racismo, llevando a su protagonista en una odisea espeluznante que comienza a partir del microracismo y termina en una pesadilla febril de supremacía blanca.

Muchas veces, los monstruos o las personificaciones del mal son en realidad expresiones de las ansiedades sociales, del horror colectivo y de la especulación temerosa ante un potencial futuro que no deseamos, pero que sin embargo poco hacemos para impedir. Mediante lo sobrenatural, lo grotesco, nos enfrentamos a la fragilidad humana, la indiferencia y la violencia que como especie ejercemos sobre nosotros mismos. 

Imagen de la película Get Out, tomada de FILMGRAB

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