La mañana del sábado 9 de enero de 1993...
Portada ilustrada por Ángel Mateo Charris para Anagrama |
"La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito. Luego fuimos a comer con mis padres, y Romand a casa de los suyos, a los que mató después de la comida”.
Con esas palabras, que te atrapan desde el primer segundo, Emmanuel Carrère le da comienzo a su libro El Adversario (2000), en el cual se propone contar la historia de un tal Jean-Claude Romand. ¿Qué pasaría si una persona, en lugar de afrontar su vida, su identidad, su depresión, mintiera sin parar con el fin de escaparse de todo aquello?
Durante dieciocho años, Romand engañó y estafó a su familia, creándose una identidad falsa que le sirviera de escondite: el doctor Romand, investigador de la Organización Mundial de la Salud, eminencia de la medicina. Hasta que, un día, asesinó a sangre fría a su esposa, a sus dos hijos y a sus padres, prendiendo fuego su casa como acto final. Ahí se terminó todo, la fachada social finalmente se vino abajo y Romand quedó expuesto a su mayor temor, un miedo absurdamente profundo a ser descubierto, a la vergüenza, a quedar desnudo frente a los demás. Como escribe Carrère, “despojarse de la piel del doctor Romand equivaldría a encontrarse sin piel, más que desnudo: desollado”. Tanto tiempo había vivido su propia mentira, que debajo de la máscara, simplemente ya no existía un auténtico Romand. No existía nada: inexistencia, la ausencia absoluta de cualquier ser o cosa, según el diccionario.
Romand, cobarde y narcisista, siguiendo una fantasía de ascenso social, fue forjando una imagen de sí mismo, engañándose y engañando a cualquier persona que lo rodeara, hasta tal punto que la verdad se convirtió en un concepto totalmente foráneo para él. Una vez desenmascarado, sus amigos se preguntaban cómo habían vivido tanto tiempo junto a él sin sospechar nada, tragándose sus cuentos sobre su cáncer, sus inversiones y su gran reputación; cómo nunca habían percibido a través de alguna fisura todas esas mentiras que la policía sólo tardó horas en sacar a la luz. Bueno, es que ninguno de nosotros sospecharía semejantes cosas de nuestro mejor amigo, de nuestro tío favorito, de una persona en quien confiamos hasta el punto de entregarle todos nuestros ahorros. Es por esto que no sólo se trata del duelo por las víctimas asesinadas, sino también lo que aparece como el duelo de la confianza, “la vida entera gangrenada por la mentira”.
Carrère en 1993, El País |
Carrère recorre la vida de Romand, desde su infancia de mentiras piadosas, pasando por su farsa universitaria, su juego de escondidas con la depresión y las estafas patéticas que utilizaba como sostén económico, hasta las circunstancias que conformaron el preludio de sus crímenes. Esta investigación mezcla datos precisos y anécdotas sobre el asesino, con reflexiones del autor, quien se muestra presente durante toda la crónica, expresando sus propios sentimientos y preocupaciones sobre el caso, dialogando con el lector. Carrère se introduce dentro de la historia como un personaje más, no se queda a un costado como simple observador, lo cual en mi opinión le otorga una mayor profundidad al texto. El escritor intenta ponerse en el lugar de Romand, tratando de imaginar cómo un hombre llega a semejante extremo, cómo se va construyendo una vida que parece estar acabada desde el principio, marcada por una pulsión de muerte.
Ese nudo en el estómago, ese miedo que se apoderaba de su cuerpo como un tumor, me recordó un poco a los protagonistas de la obra de Patricia Highsmith, que cometen crímenes atroces, pero cuyo temor no pasa por los actos cometidos en sí mismos, sino por la posibilidad de ser descubiertos. Aunque a diferencia de Tom Ripley, Romand no es más que un tipo patético, diminuto y aburrido, un estafador de jubilados y enfermos, atrapado y cada vez más perdido en su propia podredumbre.
Ese es el problema con las mentiras: una vez que se comienza a mentir, es difícil saber cuando parar. Y a medida que uno continua, se va hundiendo más y más, hasta sentirse ahogado, sin salida. Lamentablemente, en lugar de ponerle un freno mediante el diálogo y la aceptación de la realidad, Romand le puso un freno mediante la violencia.
Después del juicio, cuando Carrère descubre que Romand ha experimentado una especie de despertar religioso detrás de rejas, observa: “De que Jean-Claude Romand no representa una farsa para los demás, de eso estoy seguro; pero el mentiroso que hay en él, ¿no la representa para sí mismo? Cuando Cristo entra en su corazón, cuando la certeza de ser amado, a pesar de todo, hace que rueden por sus mejillas lágrimas de alegría, ¿no sigue siendo el adversario quien le engaña?”. Es decir, intervención divina o no, aquello no es más que otra huida de la realidad, otra fantasía detrás de la cual esconderse y continuar dentro de su círculo vicioso. Romand nunca dejó de asomarse a contemplar el abismo, que acabó metiéndose dentro de él y consumiéndolo todo, como un agujero negro.
La casa de los Romand, fotografía de Pierre Bessard |
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